
En marzo de este año, la prensa local celebró el triunfo del productor, instrumentista y compositor argentino Gustavo Santaolalla, en el marco de la entrega de los premios más importantes que brinda la industria del cine norteamericano. Nos referimos al Oscar que le fue otorgado por su música para la película Secreto en la montaña. Sin embargo, Lalo Schifrin es hasta el día de hoy el único músico argentino que ha desarrollado una carrera de verdadera importancia en Hollywood, con más de 150 bandas sonoras en su haber, seis nominaciones al Oscar y el mérito de haber estado, durante las décadas de 1960 y 1970, en la cima de la profesión, junto a compositores de la talla de John Williams, Jerry Goldsmith, John Barry o Henry Mancini. Por si fuera poco, se trata del mismo hombre que a principios de los años '60 vendió más de un millón de copias de su Suite Gillespiana, compuesta por encargo de Dizzy Gillespie, el famoso trompetista creador del be-bop; del mismo que fue distinguido en Francia como Caballero de las artes y las letras por el ministro de cultura Jack Lang; y quien además escribió los arreglos musicales para los exitosos Tres tenores Pavarotti-Domingo-Carreras, así como también el que acaso sea el tema para la televisión más popular de todos los tiempos: el de la serie Misión Imposible. Todo esto sin olvidar, claro, su producción en el campo de la música de concierto, que incluye tres piezas para percusión y orquesta de cuerdas, las variaciones Central Park, conciertos para flauta, trompeta, guitarra, piano, contrabajo y un doble concierto para violín y cello, las Danzas concertantes para clarinete y orquesta, Trópicos, Sinfonic Impressions of Oman y su recientemente editada Letters from Argentina.
Boris Claudio Schifrin (tal el nombre que figura en su partida de nacimiento) vino al mundo en Buenos Aires el 21 de junio de 1932. Hijo de un violinista de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, su contacto con la música se inició a temprana edad: comenzó sus estudios de piano a los seis años con Enrique Barenboim, padre del pianista y director Daniel Barenboim, y diez años más tarde tomó clases de armonía con Juan Carlos Paz. A los veinte viajó a Francia para estudiar en el Conservatorio de París, y allí desarrolló una especie de doble vida: mientras por las mañanas asistía a las clases de composición de Oliver Messiaen y Charles Koechlin, por las noches tocaba jazz en clubes y bares, a espaldas de sus maestros. Evidentemente no lo hacía mal, puesto que en 1955 se dio el gusto de representar a la Argentina en el Festival Internacional de Jazz de París.
Ese mismo año regresó al país con la intención de visitar a su familia, pero dispuesto a establecerse definitivamente en Francia. Sin embargo, el gobierno argentino le ofreció un contrato para formar una orquesta de jazz subvencionada por el Estado, y Schifrin aceptó. Convocó para el proyecto a los mejores instrumentistas locales del momento, entre ellos el saxofonista Leandro "Gato" Barbieri y el trombonista Eddie Pequenino. Seis meses después, Dizzy Gillespie llegó con su banda a Buenos Aires y fue homenajeado con una cena en la que Lalo tocó con su orquesta. Al finalizar el show, impresionado por el talento del argentino, Gillespie fue a saludarlo y lo invitó a viajar a los Estados Unidos. Schifrin supo aprovechar la oportunidad y escribió para él la Suite Gillespiana, que se convirtió en un éxito de ventas, abriéndole las puertas de las compañías discográficas, el cine y la televisión.
De esta manera, mientras escribía arreglos para artistas como Stan Getz, Sarah Vaughan, Count Basie, Xavier Cugat o el propio Gillespie, comenzó a desarrollar su propia carrera solista y a editar sus primeros discos para el sello Verve, una subsidiaria de la Metro Goldwyn Mayer. Cuando llegó la hora de renovar el contrato, se estipuló que la compañía lo tendría en cuenta para escribir bandas sonoras, campo en el cual Schifrin ya había incursionado en Argentina con un par de producciones de relativa importancia.
El éxito de Lalo Schifrin en el cine y la televisión de los años '60 y '70 no es demasiado difícil de explicar, si se tiene en cuenta el contexto particular de aquella época. Son los tiempos de la revolución del vinilo y del auge de la música bailable, el momento en que los estudios de Hollywood empiezan a prescindir de a poco de las suntuosas composiciones sinfónicas, en beneficio de los ritmos de moda y los artistas populares. Es la época de Henry Mancini, un compositor que había iniciado su carrera diez años antes con siniestras partituras para películas de clase B de los estudios Universal, con títulos tales como El monstruo de la laguna negra (1954) y Tarántula (1955), y que por aquellos años ya hacía bailar a la gente con temas compuestos para las películas de Blake Edwards, en los que el jazz se fusionaba con otros ritmos como el cha-cha-chá, la rumba o la salsa, en una mixtura que convirtió la edición discográfica de sus bandas sonoras en un negocio fantástico. Es también la época dorada para las melodías pegadizas de los franceses Francis Lai y Michelle Legrand, o el británico John Barry, y las inspiradas extravagancias del italiano Ennio Morricone. Con su sólida formación académica y un exhaustivo entrenamiento en el campo de la música popular, Lalo Schifrin estaba en condiciones para triunfar en el marco del cine norteamericano.
Luego de un par de trabajos para la televisión, su debut internacional en la pantalla grande se produjo en 1964, con una aventura africana titulada Rhino, seguida ese mismo año por una coproducción dirigida por René Clement, La jaula del Amor, de la que el compositor guarda un grato recuerdo. Pero su primer gran éxito llegó con El rey del juego (1965), para la cual escribió, además de la partitura, una canción que sería interpretada por Ray Charles. Pero será el año siguiente el que señale un antes y un después en su curriculum.
Con Misión Imposible, en 1966, Schifrin establece un hito: su tema principal, entre dinámico y divertido, superó en popularidad a la propia serie y sigue siendo de inclusión obligada en la saga de filmes que inspiró aquel show televisivo, a tal punto que la partitura del ascendente compositor Michael Giacchino, responsable de la banda de sonido para la última película de la saga, estrenada hace unos meses, no sólo está basada en ideas y variaciones derivadas del famoso tema y una composición complementaria (The Plot), sino que incluso combina el estilo de orquestación actual con arreglos característicos de los años '60. Las músicas para las series Mannix y Centro Médico suponen otros dos trabajos destacados de Schifrin en el medio televisivo durante aquellos tiempos. Con La leyenda del Indomable (1967), film para el cual escribió una partitura que combina el estilo acuñado por Aaron Copland con jazz y pasajes de música propiamente country, llegó su primera nominación al Oscar. Al año siguiente repitió la distinción con La zorra, una película sobre un triángulo amoroso entre dos mujeres y un hombre, ambientado en una remota granja de Canadá, para el cual los productores buscaban una partitura sinfónica muy comercial que le agregara impacto y espectacularidad. Astutamente y con el apoyo del director Mark Ryndell, Schifrin los convenció de utilizar un pequeño ensamble compuesto por flauta, oboe, clarinete, fagot, corno, piano, un cuarteto de cuerdas, percusión y clavecín (un instrumento bastante usado en el cine en esos años). En su filmografía de fines de los '60 también se destaca Bullit (1968), una banda sonora que combina los ritmos y la instrumentación del jazz con las tensas disonancias propias del thriller, y cuya secuencia musical más elogiada, para una persecución de automóviles, irónicamente no tiene música sino sólo efectos de sonido. Schifrin suele señalar este hecho cada vez que puede, entre divertido y orgulloso, puesto que la idea de dejar que los ruidos hablasen por sí solos, a la manera de la música concreta, fue suya.
Los años setenta lo encuentran tanto o más ocupado que la década precedente. Para la televisión, escribe música y los temas principales para series como Petrocelli, Starky & Hutch, Galería nocturna y El planeta de los simios. En cine, inicia la saga del violento detective encarnado por Clint Eastwod en Harry el sucio (1971), que siguió con Magnum 44 (1973), The Enforcer (1976), Impacto fulminante (1983) y Harry el sucio en la sala de espera al infierno (1988), todas con música suya. También en 1971, entre otras bandas sonoras, escribe dos partituras de carácter vanguardista que merecen mención especial. La primera de ellas, orquestal, para una producción que tuvo el extraño título de THX1138, el debut cinematográfico de quien seis años después revolucionaría Hollywood con La guerra de las galaxias: George Lucas. La segunda, con gran preponderancia de sonidos electrónicos, para un documental de ficción sobre el mundo de los insectos: La crónica de Hellstrom.
Otros títulos destacados de esos años son Operación Dragón (1973), protagonizada por el maestro de las artes marciales Bruce Lee, en cuya banda sonora Schifrin mezcló un estilo urbano y agresivo con aires de música oriental y aguerridos gritos karatecas; El viaje de los malditos (1976), drama basado en un caso real que contó con un reparto multiestelar y le significó su tercera nominación al Oscar; Terror en la montaña rusa (1977), para la que escribió una música mecánica y festiva, típica de los parques de diversiones, en contrapunto con la historia de un terrorista; y Aquí vive el horror (1979), película por la que logró su cuarta nominación y cuya música, durante mucho tiempo, fue tenida como una reelaboración de su trabajo para El exorcista (1973), un film del cual Schifrin no guarda un recuerdo grato.
La historia de sus diferencias irreconciliables con el director William Friedkin en esta película de culto protagonizada por Linda Blair se ha convertido en uno de los casos más famosos de partituras rechazadas en Hollywood. Todavía hoy Friedkin asegura que pese a no ser un entendido en música y desconocer la jerga técnica, fue lo suficientemente claro con el compositor sobre la clase de banda sonora que deseaba para su film: climática y discreta, sin estridencias, más textural que rítmica o melódica, preferentemente para un pequeño ensamble de instrumentos. Schifrin, por su parte, aduce que las indicaciones del director fueron confusas y contradictorias, y especula con que Friedkin saboteó su participación en el proyecto. Lo cierto es que durante la exhibición de un trailer de prueba de unos pocos minutos, para el cual Schifrin había escrito una turbulenta página para orquesta de cuerdas que Friedkin había aprobado con entusiasmo, la violenta combinación de música e imágenes provocó en los espectadores tal estado de conmoción que los ejecutivos de la Warner Bross temieron que nadie se atreviera a ver semejante película. De modo que la difusión del trailer fue cancelada y el estudio solicitó a Friedkin un cambio radical en el carácter de la música. Schifrin asegura que el director nunca le hizo llegar dichas instrucciones, de modo que siguió trabajando en la misma línea y el conflicto terminó estallando en las sesiones de grabación, cuando un furioso Friedkin interrumpió el trabajo de la orquesta y exigió modificaciones en la partitura que el compositor se negó a realizar. De modo que el director terminó musicalizando El exorcista con obras de varios compositores del siglo XX (Anton Webern, George Crumb, Hans Werner Henze y Krzysztof Penderecky), algunos tracks de música original de Jack Nietzsche y el conocido tema Campanas tubulares de Mike Oldfield. La música de Schifrin nunca llegó a grabarse en su totalidad, pero unos quince minutos fueron editados en CD hace un par de años, acompañando una edición especial en video de la película.
Con el regreso triunfal de la música sinfónica hacia 1977, tras el éxito arrollador de La guerra de las galaxias, el panorama musical en Hollywood volvió a cambiar. John Williams, Jerry Goldsmith, James Hormer y Alan Silvestri, con sus partituras orquestales a gran escala, pasaron a ser los nuevos referentes de la música cinematográfica. Y si bien Schifrin continuó trabajando para el cine y la televisión, y lo sigue haciendo en la actualidad, su agenda empezó a verse repleta de otras actividades. El punto de inflexión llegó en 1980 con una discreta comedia romántica titulada La competencia, centrada en dos concertistas de piano que aspiran al primer puesto en un importante certamen internacional, que le acercó a Schifrin otra nominación al Oscar, en este caso en la categoría mejor canción. Pero este film, musicalizado en gran parte con obras de Mozart, Beethoven, Saint-Saëns y Prokofiev, grabadas especialmente por el propio Schifrin, le brindó además la oportunidad de imprimirle un nuevo giro a su carrera, abriéndole las puertas al terreno de la dirección del repertorio clásico.
La relación de Schifrin con el Oscar recuerda un poco a la que Jorge Luis Borges tuvo con el Nobel de Literatura: cada año, los argentinos creíamos que el momento había llegado, pero el elusivo galardón siempre terminaba en otras manos. En 1983 su música para la secuela del film El Golpe le valió una última nominación al Oscar. Luego su labor en el cine ciertamente continuó, y se extiende hasta la música para Abominable, su último trabajo en el género, terminado apenas semanas atrás, para acompañar el debut como director de cine de su hijo Ryan. Pero a partir de ese momento Schifrin decididamente se abocó a repartir su tiempo entre las bandas sonoras y los conciertos alrededor del mundo, alternando con trabajos especiales encargados por comités y organizaciones de distintos países, obras a pedido de prestigiosos ensambles e intérpretes de diferentes géneros, los arreglos para los exitosos Tres tenores, la dirección de la Orquesta Sinfónica de París, su serie de discos y conciertos Jazz meet Symphony que profundiza su gusto por generar un jazz que se mimetice con la opulencia sinfónica, y la dedicación a su compañía discográfica Aleph Records, para la cual acaba de editar Letters from Argentina, una obra de fuerte impronta tanguera.
Hace poco, ante la pregunta de un periodista interesado en saber si todavía escribe música por puro placer, Lalo respondió que no le queda tiempo. Que hoy se limita a componer aquello que sabe positivamente que será interpretado. Pero aclara enseguida que no se trata de una cuestión de dinero, sino del hecho mismo de reconocerse como un compositor profesional. Un compositor que a lo largo de su carrera, a pesar de habérsele negado el Oscar, ganó cuatro premios Grammy, recibió el BMI Lifetime Achievement Award (un reconocimiento del gobierno israelí por su contribución al entendimiento del mundo a través de la música), obtuvo su propia estrella en la vereda de los famosos de Hollywood y fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras por el Ministro de Cultura de Francia, entre otros premios y distinciones. Sin embargo, todo esto no alcanza para que el hombre pierda la cabeza, y cuando otro reportero lo distrae con un "Maestro, quería hacerle una pregunta...", su respuesta no deja lugar a dudas: "Maestro no; decime Lalo."
A los setenta y cuatro años, Lalo Schifrin sigue tan activo como siempre. Lo demostrará sobre el escenario del Luna Park el 6 de septiembre, cuando los oyentes de Amadeus 103.7 sean testigos de una nueva recreación de ese particular mundo sonoro que él concibe y propugna, en el cual la música no tiene ideologías ni fronteras. En ese maravilloso mundo, Duke Ellington, Mahler, Dizzy Gillespie y Beethoven, entre tantos otros, son capaces de reunirse para beber unas copas y hacer música juntos por un rato, sin que nadie se moleste y para beneplácito de muchos.
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